lunes, 29 de diciembre de 2014

Alka Mortiz

Hace meses hice un cuento para una clase y quise publicarlo.

Las increíbles aventuras de N.

Es una mañana sofocante, como lo han sido todas durante el verano. Las copas de los árboles no se inmutan ante el débil soplido del viento; los intensos rayos solares chocan contra el cristal de las ventanas en los edificios y traspasan su cegadora luz dentro de toda estancia, iluminando hasta a aquel individuo que a toda costa busca escapar del resplandor. Durante la madrugada lloviznó y el agua estancada está esperando pacientemente a ser evaporada, mientras es custodiada por mosquitos y a lo lejos se escucha el trote de un carro viejo anunciando la venta de pan y periódico.

El rumor del motor gastado acompañado de la estruendosa vociferación del comerciante despierta a N. Ha descansado medianamente y se encuentra meditabundo en la orilla de su cama, siguiendo minuciosamente con la vista el camino que recorre una cucaracha en el piso de su cuarto, al mismo tiempo que recapitula el sueño tan vívido que acaba de tener. Mientras dormía, todas las partes de su cuerpo se encontraban separadas, flotando sobre un espacio que se formaba y deformaba al mismo tiempo que él parpadeaba y contemplaba asustado su torso y extremidades danzando libremente hacia una blanca llanura, atiborrada de nieve.

N. se pone su bata y aún en el trance baja a la sala de estar. No siente hambre pero sabe que si no desayuna su estómago pronto será una molestia, pidiéndole de comer cuando ya no podrá satisfacerlo por estar sentado frente a un escritorio, saturado de papeles, quehaceres, recados y todas esos pormenores que se acostumbran amontonar en las oficinas de gobierno para un empleado joven y de grado bajo. 

Nuestro héroe desayuna un poco del estofado que había sobrado de la cena de ayer. Acompaña el festín con un pedazo de pan dudosamente comestible y una taza de café con dos cucharadas de azúcar, muy caliente. Terminada la merienda sube de nuevo a su cuarto y ve el reloj, percatándose de que ya es tarde. Recuerda en ese momento su sobresalto al despertar y se lamenta por haber desperdiciado tanto tiempo ensimismado en lo que ya comienza a considerar que fue una pesadilla. N. se acerca al único espejo que tiene en su casa, es ovalado, rodeado por un marco de bronce y tiene muchas manchas; todas son de sus dedos.  Mira su rostro por primera vez en el día y se siente bien, satisfecho por lo que está viendo. Ahora se talla el cuello, los codos, las mejillas, abre bien los ojos y se los limpia con un poco de agua. Después se pone cuidadosamente ese frac color tinto que habitúa utilizar los martes y unos zapatos negros de punta cuadrada, boleados hasta el cansancio.

Baja de nuevo las únicas escaleras de su casa y ya está parado sobre la puerta. Recuerda que olvida su reloj de bolsillo y se dirige por él; estaba dentro de un pequeño cajón de cedro que guardaba debajo uno de los sillones que tenía para sus invitados, que aunque no eran muchos y esporádicamente se presentaban en su hogar, eran una buena excusa para tener esos muebles que daban un bonito aspecto al lugar y nunca estaban de más. Quién sabe si un día de estos nuestro héroe se desempeñaría también como anfitrión. 

N. se coloca de nuevo en la puerta y da un último vistazo al lugar para cerciorarse de que todo esté en orden y por fin poder dirigirse a la calle, a la acera caliente y la humedad por el agua de los charcos que comienza a evaporar. 

Apenas ha salido de su casa N. siente un calor insoportable, de ese que se almacena en el concreto y que llega hasta la planta de los pies –a pesar de que estos son cubiertos por unos zapatos de punta cuadrada–. Camina hacia la esquina de su calle –entre la cuatro y la cinco– y espera pacientemente llegada de algún taxi desocupado que lo salve de esa penosa escena de estar vestido con tales prendas cuando la temperatura ronda ya los 35 grados.

Tras 4 minutos de inquietud, maldiciones sobre el clima que se decía en voz baja para evitar la mirada extraña de transeúntes y muchas pasadas de un pañuelo perfumado sobre su transpirado rostro, nuestro héroe por fin divisa un taxi libre y extiende su mano derecha para “hacerle la parada”, a falta de una mejor manera de decirlo. 

El encargado del automóvil por poco obviaba la presencia de N. al escuchar en la radio los escándalos en los que estaba inmiscuido el hijo de uno de los contendientes a la alcaldía de Pórtygo, el lugar en donde desde el inicio han ocurrido todos estos acontecimientos y que hemos olvidado nombrar al lector.
Al parecer este crío de 19 años era todo un bribón y un juerguista, cualidades que –según los comentaristas– había aprendido de su reconocido padre.
El taxista advirtió la presencia de N. gracias a un chiflido que este último hizo, casi al borde de la desesperación al ver el único taxi desocupado que había visto en cuatro minutos se marchaba tranquilamente por una mera distracción del chofer.

–Buenas, ¿cuánto me cobra al despacho del señor F.?
–Es algo retirado… se lo dejo en 20 portýgores.

N. sabe que el taxista está tomando ventaja de su posición, cobrando una tarifa que como máximo supone 12 portýgores. Pero ya su desesperación es demasiada y el estar frente a frente con alguien, sentado a sus anchas y disfrutando de un viejo aire acondicionado, sólo multiplicaba su impaciencia y deseos por agazaparse en un lugar tranquilo y fresco. 

–Está bien, 20 portýgores serán. –Respondió N. no sin hacerle saber al taxista su inconformidad y que sólo tomaba el trato por necesidad, no por ser justo. Aquel ni se inmutó al respecto–.

Durante el camino ambos personajes guardaron silencio. N. prestaba su atención al escenario que día con día –a excepción de los domingos, que era el día en que descansaba– observaba: edificaciones de más de 6 pisos de alto donde a través de sus ventanas se podían ver, en cada una de ellas, diminutas personas, como si fuesen caricaturas, corriendo de un lado para otro con incontables cantidades de documentos en sus manos; automóviles de todo tipo, color y forma siendo arrojados violentamente al tráfico para hundirse en un vaivén de neurosis y ansiedad; el trote rápido de aquellas personas que tenían que dirigirse hacia X. lugar mientras fijaban su mirada al frente, como si ninguna impresión en el mundo fuese posible para sacarlos de tal absorto. Mientras todo era cubierto por el cielo, la bóveda celeste que ese día había decidido por mostrarse despejada y desafiante.

Habían pasado 35 minutos y finalmente N. había llegado a su destino, el despacho del señor F. Le pagó al taxista casi sin mirarlo los 20 portýgores y se dirigió a su oficina, sin advertir lo que le esperaba.

Arribó a su escritorio y este se encontraba limpio. Nadie recordaba un escritorio tan limpio desde que habían despedido al empleado S, hacía apenas tres semanas. Justo había puesto N. un pie en la habitación y ya había pronosticado su fatal destino: estaba a punto de quedarse sin empleo, y quizás lo peor para él es que no sabría por qué, ya que el señor F. –el flamante dueño del despacho y funcionario público desde hacía más de 30 años– no acostumbraba a dar explicaciones, por más que la situación y su aparente inverosímilidad lo demandase.

Nuestro héroe se quedó pensativo; nunca llegó a tal grado de sorprenderse ya que conocía de cómo se las gastaba el jefe de la delegación e inclusive, de alguna manera, se sentía orgulloso de haber perdurado en el cargo durante 6 meses. Periodo en el que nunca faltó, a pesar de en reiteradas ocasiones presentar largos y dolorosos episodios de migraña que lo atormentaban hasta dos días seguidos.

N. decidió darse la vuelta, tomar el chaleco del frac que había colocado en un perchero de pared instalado en su ahora antigua oficina, bajar las escaleras hacia el vestíbulo lo más rápido posible para evitar las miradas incómodas de compañeros y salir por la misma puerta por la que entró apenas tres minutos atrás.

Afuera aún se encontraba el taxista, en la misma posición en que N. le pidió que se estacionase. Estaba contando los portýgores que había recaudado en dos horas de trabajo y se le veía satisfecho. Este, al ver a N. se estremeció, ¿por qué razón habría vuelto un cliente visiblemente malhumorado que justo ahora debería de estar laborando en su oficina, corriendo de un lado para otro con incontables cantidades de documentos en sus manos? Pero al ya famoso chofer sólo le valió contemplar el semblante dubitativo de N. para saber que su servicio era quizás la última de las preocupaciones de nuestro héroe.

–Hola, soy yo de nuevo. Lléveme a mi casa, por favor.

El taxista no tuvo la necesidad de advertir nada más. Sabía lo que había ocurrido allá arriba.

–Vaya clima, ¿uh? –Exclamó el chofer, con una sonrisa nerviosa mientras paseaba 
fugazmente su mirada por el retrovisor, con el pretexto de examinar la nueva fisonomía que el rostro de N. había tomado–.
–Sí, pero qué se le puede hacer. Y cada año es peor.
–Igual con el frío. Cada nueva temporada se siente cómo cala en los huesos más que la anterior.
–Pero el frío no es tan malo; basta con abrigarse bien y no se vuelven tan insoportable como este endemoniado clima –dijo N., entusiasmado–.
–Bueno, en eso tiene usted toda la razón –replicó el taxista, no sin dejar escapar una carcajada ante el tono y la viveza que habían recobrado las facciones de su cliente–.
–De hecho, hablando de invierno, el día de hoy tuve un sueño muy interesante.
Verá, una parte de mí terminaba en una llanura blanca, cubierta de nieve, pero permítame le explico el por qué yo no estaba completo en esa ilusión…
Fin.


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