Las increíbles aventuras de N.
Es una mañana
sofocante, como lo han sido todas durante el verano. Las copas de los árboles
no se inmutan ante el débil soplido del viento; los intensos rayos solares
chocan contra el cristal de las ventanas en los edificios y traspasan su
cegadora luz dentro de toda estancia, iluminando hasta a aquel individuo que a
toda costa busca escapar del resplandor. Durante la madrugada lloviznó y el
agua estancada está esperando pacientemente a ser evaporada, mientras es
custodiada por mosquitos y a lo lejos se escucha el trote de un carro viejo
anunciando la venta de pan y periódico.
El rumor del motor
gastado acompañado de la estruendosa vociferación del comerciante despierta a
N. Ha descansado medianamente y se encuentra meditabundo en la orilla de su
cama, siguiendo minuciosamente con la vista el camino que recorre una cucaracha
en el piso de su cuarto, al mismo tiempo que recapitula el sueño tan vívido que
acaba de tener. Mientras dormía, todas las partes de su cuerpo se encontraban
separadas, flotando sobre un espacio que se formaba y deformaba al mismo tiempo
que él parpadeaba y contemplaba asustado su torso y extremidades danzando libremente
hacia una blanca llanura, atiborrada de nieve.
N. se pone su bata y
aún en el trance baja a la sala de estar. No siente hambre pero sabe que si no
desayuna su estómago pronto será una molestia, pidiéndole de comer cuando ya no
podrá satisfacerlo por estar sentado frente a un escritorio, saturado de
papeles, quehaceres, recados y todas esos pormenores que se acostumbran
amontonar en las oficinas de gobierno para un empleado joven y de grado
bajo.
Nuestro héroe
desayuna un poco del estofado que había sobrado de la cena de ayer. Acompaña el
festín con un pedazo de pan dudosamente comestible y una taza de café con dos
cucharadas de azúcar, muy caliente. Terminada la merienda sube de nuevo a su
cuarto y ve el reloj, percatándose de que ya es tarde. Recuerda en ese momento
su sobresalto al despertar y se lamenta por haber desperdiciado tanto tiempo
ensimismado en lo que ya comienza a considerar que fue una pesadilla. N. se
acerca al único espejo que tiene en su casa, es ovalado, rodeado por un marco
de bronce y tiene muchas manchas; todas son de sus dedos. Mira su rostro por primera vez en el día y se
siente bien, satisfecho por lo que está viendo. Ahora se talla el cuello, los
codos, las mejillas, abre bien los ojos y se los limpia con un poco de agua.
Después se pone cuidadosamente ese frac color tinto que habitúa utilizar los
martes y unos zapatos negros de punta cuadrada, boleados hasta el cansancio.
Baja de nuevo las
únicas escaleras de su casa y ya está parado sobre la puerta. Recuerda que
olvida su reloj de bolsillo y se dirige por él; estaba dentro de un pequeño
cajón de cedro que guardaba debajo uno de los sillones que tenía para sus
invitados, que aunque no eran muchos y esporádicamente se presentaban en su
hogar, eran una buena excusa para tener esos muebles que daban un bonito
aspecto al lugar y nunca estaban de más. Quién sabe si un día de estos nuestro
héroe se desempeñaría también como anfitrión.
N. se coloca de nuevo
en la puerta y da un último vistazo al lugar para cerciorarse de que todo esté
en orden y por fin poder dirigirse a la calle, a la acera caliente y la humedad
por el agua de los charcos que comienza a evaporar.
Apenas ha salido de
su casa N. siente un calor insoportable, de ese que se almacena en el concreto
y que llega hasta la planta de los pies –a pesar de que estos son cubiertos por
unos zapatos de punta cuadrada–. Camina hacia la esquina de su calle –entre la
cuatro y la cinco– y espera pacientemente llegada de algún taxi desocupado que
lo salve de esa penosa escena de estar vestido con tales prendas cuando la
temperatura ronda ya los 35 grados.
Tras 4 minutos de
inquietud, maldiciones sobre el clima que se decía en voz baja para evitar la
mirada extraña de transeúntes y muchas pasadas de un pañuelo perfumado sobre su
transpirado rostro, nuestro héroe por fin divisa un taxi libre y extiende su
mano derecha para “hacerle la parada”, a falta de una mejor manera de decirlo.
El encargado del automóvil por poco obviaba la presencia de N. al escuchar en la radio los escándalos en los que estaba inmiscuido el hijo de uno de los contendientes a la alcaldía de Pórtygo, el lugar en donde desde el inicio han ocurrido todos estos acontecimientos y que hemos olvidado nombrar al lector.
Al parecer este crío de 19 años era todo un bribón y un juerguista, cualidades que –según los comentaristas– había aprendido de su reconocido padre.
El taxista advirtió la presencia de N. gracias a un chiflido que este último hizo, casi al borde de la desesperación al ver el único taxi desocupado que había visto en cuatro minutos se marchaba tranquilamente por una mera distracción del chofer.
–Buenas, ¿cuánto me
cobra al despacho del señor F.?
–Es algo retirado… se
lo dejo en 20 portýgores.
N. sabe que el
taxista está tomando ventaja de su posición, cobrando una tarifa que como
máximo supone 12 portýgores. Pero ya su desesperación es demasiada y el estar
frente a frente con alguien, sentado a sus anchas y disfrutando de un viejo
aire acondicionado, sólo multiplicaba su impaciencia y deseos por agazaparse en
un lugar tranquilo y fresco.
–Está bien, 20
portýgores serán. –Respondió N. no sin hacerle saber al taxista su
inconformidad y que sólo tomaba el trato por necesidad, no por ser justo. Aquel
ni se inmutó al respecto–.
Durante el camino
ambos personajes guardaron silencio. N. prestaba su atención al escenario que
día con día –a excepción de los domingos, que era el día en que descansaba–
observaba: edificaciones de más de 6 pisos de alto donde a través de sus
ventanas se podían ver, en cada una de ellas, diminutas personas, como si
fuesen caricaturas, corriendo de un lado para otro con incontables cantidades
de documentos en sus manos; automóviles de todo tipo, color y forma siendo
arrojados violentamente al tráfico para hundirse en un vaivén de neurosis y
ansiedad; el trote rápido de aquellas personas que tenían que dirigirse hacia
X. lugar mientras fijaban su mirada al frente, como si ninguna impresión en el
mundo fuese posible para sacarlos de tal absorto. Mientras todo era cubierto
por el cielo, la bóveda celeste que ese día había decidido por mostrarse
despejada y desafiante.
Habían pasado 35
minutos y finalmente N. había llegado a su destino, el despacho del señor F. Le
pagó al taxista casi sin mirarlo los 20 portýgores y se dirigió a su oficina,
sin advertir lo que le esperaba.
Arribó a su
escritorio y este se encontraba limpio. Nadie recordaba un escritorio tan
limpio desde que habían despedido al empleado S, hacía apenas tres semanas.
Justo había puesto N. un pie en la habitación y ya había pronosticado su fatal
destino: estaba a punto de quedarse sin empleo, y quizás lo peor para él es que
no sabría por qué, ya que el señor F. –el flamante dueño del despacho y
funcionario público desde hacía más de 30 años– no acostumbraba a dar
explicaciones, por más que la situación y su aparente inverosímilidad lo
demandase.
Nuestro héroe se
quedó pensativo; nunca llegó a tal grado de sorprenderse ya que conocía de cómo
se las gastaba el jefe de la delegación e inclusive, de alguna manera, se
sentía orgulloso de haber perdurado en el cargo durante 6 meses. Periodo en el
que nunca faltó, a pesar de en reiteradas ocasiones presentar largos y
dolorosos episodios de migraña que lo atormentaban hasta dos días seguidos.
N. decidió darse la
vuelta, tomar el chaleco del frac que había colocado en un perchero de pared
instalado en su ahora antigua oficina, bajar las escaleras hacia el vestíbulo
lo más rápido posible para evitar las miradas incómodas de compañeros y salir
por la misma puerta por la que entró apenas tres minutos atrás.
Afuera aún se
encontraba el taxista, en la misma posición en que N. le pidió que se
estacionase. Estaba contando los portýgores que había recaudado en dos horas de
trabajo y se le veía satisfecho. Este, al ver a N. se estremeció, ¿por qué
razón habría vuelto un cliente visiblemente malhumorado que justo ahora debería
de estar laborando en su oficina, corriendo de un lado para otro con
incontables cantidades de documentos en sus manos? Pero al ya famoso chofer
sólo le valió contemplar el semblante dubitativo de N. para saber que su
servicio era quizás la última de las preocupaciones de nuestro héroe.
–Hola, soy yo de
nuevo. Lléveme a mi casa, por favor.
El taxista no tuvo la
necesidad de advertir nada más. Sabía lo que había ocurrido allá arriba.
–Vaya clima, ¿uh?
–Exclamó el chofer, con una sonrisa nerviosa mientras paseaba
fugazmente su
mirada por el retrovisor, con el pretexto de examinar la nueva fisonomía que el
rostro de N. había tomado–.
–Sí, pero qué se le
puede hacer. Y cada año es peor.
–Igual con el frío.
Cada nueva temporada se siente cómo cala en los huesos más que la anterior.
–Pero el frío no es
tan malo; basta con abrigarse bien y no se vuelven tan insoportable como este
endemoniado clima –dijo N., entusiasmado–.
–Bueno, en eso tiene
usted toda la razón –replicó el taxista, no sin dejar escapar una carcajada
ante el tono y la viveza que habían recobrado las facciones de su cliente–.
–De hecho, hablando
de invierno, el día de hoy tuve un sueño muy interesante.
Verá, una parte de mí terminaba en una llanura blanca, cubierta de nieve, pero permítame le explico el por qué yo no estaba completo en esa ilusión…
Verá, una parte de mí terminaba en una llanura blanca, cubierta de nieve, pero permítame le explico el por qué yo no estaba completo en esa ilusión…
Fin.
No hay comentarios:
Publicar un comentario